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Autor: “Moncho” Castañeda

Me acerqué al Primer Club del Ford T de Argentina en el año 1997, y casualmente el domingo siguiente a la primera reunión a la que asistí, habían organizado una salida, a la que, por supuesto, me invitaron. Yo no tenía, ni hasta ése momento esperaba tener un Ford T, así es que pensaba ir “de colado” con alguno de los participantes que tuviera lugar en su auto. La salida se reduciría a pasear un poco en Ford T, hacer el recorrido planeado, almorzar y pegar la vuelta, todo esto matizado con uno o varios inconvenientes técnicos durante el transcurso del viaje. Al menos, así lo entendía yo.

Pero mis pronósticos fallaron en toda la línea. Porque al llegar al punto de encuentro –la plaza Colón- y luego de los saludos y las presentaciones de rigor, me subieron al T de Daniel, un Touring 1926 puesto como si recién saliera de la línea de montaje, y me llevé la primera sorpresa: en vez de bajarse a darle manija para que arranque, Daniel apretó con el taco del zapato un botón que había en el piso, escuché al burro de arranque girar y al motor ponerse en marcha. Pero cómo ¿Acaso los T traían arranque eléctrico? Después me enteraría que lo tuvieron como equipo de norma desde 1919.

Mientras salíamos de la ciudad, me puse a observar los controles y la forma en que Daniel los operaba, porque el puesto del conductor y las palancas y pedales que yo veía me desorientaban; nunca había visto nada parecido, salvo en fotos de la revista “Motor Clásico”; así me fuí enterando de que la palanca -el “bigote”- del lado derecho de la columna de dirección es el acelerador, el de la izquierda sirve para avanzar o atrasar el encendido, que en éstos autos es producido por cuatro bobinas, una correspondiente a cada cilindro, que la palanca que emerge del piso a la izquierda del conductor sirve para accionar el freno de mano si se la lleva totalmente hacia atrás, para mover el auto en primera o marcha atrás si está al medio, y para conectar la marcha directa si se la lleva totalmente hacia delante. Y que los tres pedales del piso, junto a los pies del conductor, cumplen las siguientes funciones: El de la izquierda, conecta la primera y embraga cuando la directa está conectada, el del medio, opera la marcha atrás, y el de la derecha, frena; es el freno que se utiliza de norma, y trabaja dentro de la caja de velocidades, cuyo diseño, cuando me lo explicaron, me hizo pensar en el de una caja automática rudimentaria.

Al rato, Daniel me preguntó qué tal iba; yo le respondí que muy bien, y que estaba fijándome en cómo él manejaba, y ahí mi segunda sorpresa: me contestó que hacía bien porque en cuanto estuviéramos en ruta abierta manejaría yo. Y así fue: nada más embocar el camino a Colonia Tirolesa, que era donde íbamos, paró a un costado de la ruta y me cedió el volante. Allí me concentré en acelerar con la mano, poner primera con el pié izquierdo, echar la palanca de la izquierda totalmente hacia delante cuando el auto tomó algo de velocidad y soltar el pedal izquierdo, con lo que entró la directa. Y desde allí llevarlo con mucho cuidado porque la dirección de un Ford T es “cortita” como la de un karting; al mover el volante hay que recordar que con apenas una vuelta y media del mismo hacia a la izquierda o hacia la derecha, las ruedas delanteras giraron a su tope máximo.

Y es hermoso manejarlos. Aquella vez, mientras manejaba, me llamó la atención el andar que tienen, un tanto duro pero parejísimo para el diseño de suspensión con que vinieron: elásticos de ballesta transversales y en algunos casos, también amortiguadores de resorte helicoidal, montados sobre los paquetes de elásticos; éstos se ofrecieron como accesorio, y por eso no todos los Ford T los tuvieron. Y mientras uno maneja, nota que comienza a agradarle el ruido del motorcito, de cuatro cilindros en línea, que eroga veinte caballos de fuerza; pocos para algunos, pero suficientes. Porque si bien es cierto que el auto no reacciona como un Mustang, también lo es que alcanzan y sobran para encarar cualquier cuesta, y cualquier barrial; con ése rodado 30 x 3 ½ que traen, alto y angosto, casi no hay forma de empantanarse . Eso sí: si se transita por zona de cuestas, hay que tratar de tener el tanque de nafta bien lleno, porque el combustible llega hasta el carburador por la fuerza de la gravedad: hasta el modelo 1925, el tanque de nafta está ubicado bajo el asiento delantero y no mucho más alto que la entrada del carburador, de modo que si el nivel de combustible está algo bajo, apenas el T levanta un poco la nariz, deja de venir nafta y empieza a toser como una mula engripada. Y se queda. Pero esto tiene solución: una, la que acabo de decir: llenar bien en tanque antes de encarar la zona de cuestas, o bien, si no lo hizo, encare las cuestas marcha atrás y la nafta llegará bien y lo alimentará como corresponde. Esto ya no sucede en los modelos 1926 y 1927, que traen el tanque de nafta en el torpedo.

 

 

En fin, aún cuando le falte una segunda marcha –porque, no lo neguemos, el “salto” entre la primera y la directa es muy grande-, a uno empieza a gustarle cómo anda, cómo suena el motorcito, cómo se ven las cosas desde el puesto del conductor, y, como me ocurrió a mí, le entran ganas de seguirlo manejando y llevarlo y llevarlo hasta terminarse el mapa y caerse por el estrecho de Magallanes, aún cuando haya que atender a cosas como las explosiones que empieza a hacer a veces y que se calman cuando uno se da cuenta de que se olvidó de regular el chicler principal, para enriquecer o empobrecer la mezcla, según sea lo que el auto le esté pidiendo. O tener que tirarse debajo de él con una pinza para manipular los grifos de control del nivel de aceite.

 

¿Y en qué terminó éste paseo? Muy simple: En que me costó horrores entregar el volante. En que desde allí me quedé “pegado” y me compré el primer Ford T que se me cruzó. En que me hice socio del Club, en el cual no sólo todavía estoy sino que siempre estaré. En que ahora, a falta de uno, tengo dos Ford T. ¡Ah! Y en aquella salida, ninguno de los T tuvo falla ni inconveniente mecánico alguno.

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